Tarea 4:
Tornasol
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Sobre los muebles del
despacho caía la luz de costumbre. A medio abrir, la persiana de varillas
repartía las sombras como si fueran barajas. Junto a varios montones de
fichas de cartulina escrupulosamente alineadas, a un costado de la mesa, una
jarra de agua proyectaba distorsiones y reflejos. En el centro, la mano
pulcra y pálida de la doctora Freidemberg garabateaba en una ficha. El blanco
agudo del delantal hacía ajedrez con la butaca de cuero negro.
El timbre del
teléfono interrumpió la escritura.
¿Diga?
¡Doctora Freidemberg, doctora! ¿Sí,
dígame? ¡Doctora, esto se acaba! Perdone, ¿con quién hablo? ¡Soy yo:
Castillo! Ah, cómo le va, Castillo, qué desea. La llamo para anunciarle que
he decidido suicidarme. ¿Cómo, Castillo? Que pienso suicidarme en cuanto
cuelgue, la llamo porque había prometido avisarle si lo hacía y eso es lo que
estoy haciendo, no tengo gran cosa que decirle aparte de esto. Pero Castillo,
usted es consciente... Perfectamente, doctora, perfectamente. Vamos a ver,
Castillo, por qué no almuerza tranquilo, viene a mi consulta esta tarde y me
lo explica mejor, ya verá cómo podemos arreglarlo. Olvida usted que las
consultas son los jueves, doctora. Pero hombre, éste es un caso de fuerza
mayor, podemos trasladar la sesión del jueves a hoy. Al contrario, éste es un
caso extremadamente sencillo, se trataba sólo de agradecerle su comprensión
durante estos meses y de que supiera que voy a ahorcarme en la habitación de
mi hija, ha sido usted de gran ayuda para mí, doctora, no sabe la
tranquilidad que siento ahora que sé que debo morir. Escúcheme bien,
Castillo, ahora va usted a coger un taxi y se viene inmediatamente a mi
consulta, lo espero dentro de media hora, además, cómo se le ocurre que va a
ahorcarse en la habitación de su hija. Mi hija se marchó de casa hace dos
semanas, como bien sabe usted. ¡Caramba, ya lo sé, pero de todos modos le
parece a usted bonito que su hija sepa que se ha colgado en la misma
habitación donde ella ha dormido tantas veces, cómo cree usted que se
sentiría! En eso tiene razón, doctora, lo que ocurre es que en la habitación
de mi hija está la única lámpara propicia, yo no pretendo herirla a ella personalmente,
al contrario, le he dejado una carta extensísima en donde le explico todo con
detalle. ¿Ha escrito usted una carta? Sí, doctora, le aseguro que es lo
suficientemente efusiva como para que mi hija no se tome mi suicidio como
algo personal. Pero Castillo, ¿cuánto tiempo lleva meditando esta idea?
Pues... no podría responderle con exactitud, en realidad si uno lo piensa
bien llega a la conclusión de que lleva pensándolo más o menos toda la vida,
estas cosas no son instintivas, doctora, no intente convencerme porque no lo
hago por despecho sino por una cuestión de principios, ya hemos hablado de
eso muchas veces, no sé de qué se sorprende. ¡Pero en el último mes ni
siquiera habíamos mencionado el tema! Precisamente, doctora, ya lo tenía casi
decidido y no quedaba gran cosa que hablar de eso. Siempre quedan cosas por
hablar, se lo aseguro. ¿Sí, como qué por ejemplo? Pues como las infidelidades
de su mujer, hemos analizado más las culpas de su mujer que las suyas
propias. No necesito que me las recuerde, mis propias culpas las purgo yo
solito, doctora, ya ve usted que no me las arreglo mal para eso, ahí está la
cuerda, esperándome. ¿Pero no le asusta la muerte, Castillo? La muerte es
bella, doctora. ¿Y usted cómo lo sabe? Lo sé, lo sé, créame. No puedo creerle
porque usted y yo estamos vivos, afortunadamente. Es muy pobre estar vivo,
doctora. ¿Cómo dice? Que un cadáver es un cuerpo que ha conocido la vida,
pero en cambio nosotros no conocemos qué es estar muerto, por lo tanto nos
falta algo. ¡Es a ellos a quienes les falta, les falta la vida, Castillo, la
vida, que es lo que por ejemplo le permite a usted estar diciéndome
disparates por teléfono! Los muertos son más sabios. ¡La sabiduría es la
memoria, Castillo! Sí, pero la memoria más perfecta es la que dejan los
muertos. Mire, le propongo un trato: de ahora en adelante dedicaremos todas
las sesiones a discutir acerca de la idea de la muerte, invertiremos horas en
el análisis de libros, películas, experiencias propias y ajenas relacionadas
con la muerte; al cabo del tiempo, podremos decir que sabemos del morir tanto
o más que los muertos de la vida, y con una ventaja: nosotros estaremos aquí
para contarlo, y ellos no, ¿qué le parece?
Conteste, Castillo, qué le parece!
Está usted intentando convencerme, joder, siempre está intentando convencerme
de algo, estoy harto de que me haga creer que estoy equivocado. Es la vida
misma quien lo persuade. No, doctora, la vida me ha persuadido para que me
cuelgue, usted no lo entiende porque las cosas le marchan estupendamente,
claro, pero los miserables como yo no tenemos por qué sufrir la humillación
de levantarnos cada mañana evitando los espejos para no llorar de vergüenza
por los sueños que teníamos de jóvenes. Usted qué sabrá cuántos sueños he
tenido yo que resignar, Castillo. Pues no, no lo sé, la verdad, pero sí sé
que ahora está en su consulta remodelada y próspera, con la pared llena de
diplomas y con una vocación cumplida y un buen sueldo, ¡coño si tiene un buen
sueldo!, lo sabré yo si no les saca los cuartos a sus pacientes... ¡Castillo!
Claro, para usted debe ser reconfortante pasarse el día escuchando las penas
de los demás y luego llegar a casita y decir: ¡por fin en paz!, y salir a
cenar o a ver una película bien acompañada y después dar un paseo por el
centro pensando: ¡qué bonita está la noche...! Se equivoca, Castillo. Y luego
llegar a casita de nuevo y servirse la última copa, poner música... ¡Le digo
que está equivocado! Y después ir a su habitación, dejar que la desnuden...
Pero escúcheme... Follar hasta que amanezca como una perra desesperada...
¡Castillo, cómo se atreve!
La doctora Freidemberg encendió un
cigarrillo.
Doctora, le pido que me perdone por opinar de su vida sexual, me
encuentro algo alterado, pero reconozcamos que usted se conoce al dedillo la
mía, en fin, le pido disculpas, no quiero morir con mala conciencia.
Escúcheme bien: le agradezco que retire el comentario, pero ése no es el
punto, Castillo, debe usted reflexionar menos acerca de sí mismo y abrirse a
los demás, usted cree que conoce la vida y sólo se ha fijado en la suya, es
natural que se crea desgraciado porque nunca se le ha ocurrido pensar en los
problemas ajenos. Es que mis problemas son más graves que los ajenos,
doctora. Todos tenemos conflictos, Castillo. No me diga, ¿y qué problemas
graves puede tener una mujer como usted, por ejemplo? Pues mire, para
empezar, ya que tanta curiosidad tiene, le informo que estoy divorciada desde
hace siete años, y que desde entonces son muy pocas las veces que he tenido
la oportunidad de cenar a la luz de las velas, como usted dice. Yo no he
dicho eso, he dicho sólo tomar una copa y poner música, ¿lo ve?, al menos ha
tenido usted el privilegio de una noche romántica de vez en cuando, no tiene
derecho a quejarse... ¿Y qué me dice del privilegio de separarme otras dos
veces, y de perder un juicio por el reparto de bienes con mi ex marido, le
parece romántico? Yo sé muy bien lo que es separarse, doctora, y separarse
cornudo. Fíjese, yo en cambio no he tenido ese placer porque a mí me tocó más
bien el honor de dejar yo misma al hombre que me daba puñetazos. Cómo, ¿su
marido le pegaba? No, no mi marido: el otro tipo con el que cenaba a la luz
de las velas. ¡Carajo! Como ve, Castillo, tiene que aprender a pensar en los
demás. No sé, doctora, yo lo único que pienso ahora es que deberíamos
suicidarnos juntos. Yo jamás he pensado en quitarme la vida, Castillo. Allá
usted, a mí el mal de los demás no me consuela del mío. ¡Pero si sus males no
son para tanto, hombre, me los ha contado usted todos y conozco a infinidad
de pacientes en su situación e incluso en peores condiciones! Y qué, ¿le
resulta interesante comparar las desgracias ajenas? Desde un punto de vista
estrictamente profesional, sí. O sea, que cuanto más sufrimiento tengamos los
pacientes, mejor para usted. ¡No diga tonterías! Cuanta más miseria pasemos
los demás, más dinero y más experiencia acumulada para usted, a eso le llaman
chollo, ¿eh? Acabo de demostrarle que conozco perfectamente el dolor íntimo,
Castillo. Muy bien, pues entonces por qué no se analiza a sí misma y deja que
los demás nos colguemos en paz. Castillo, me están entrando ganas de desistir
y dejar que haga usted una locura... Oh, no me diga. Sí, sí le digo. ¡Pues no
le daré ese gusto, zorra! Haga el favor de no insultarme. ¡Me limito a
llamarte por tu nombre, puta del desengaño, bruja de la locura, cállate de
una vez! ¡Castillo! ¿Colgarme yo, para que el día de mi funeral tú pienses:
hicimos lo que profesionalmente se pudo, pero al fin y al cabo se lo tenía
merecido? ¡Pero cómo se le ocurre...! Pues de eso nada, no me cuelgo nada y
se acabó, qué te has creído; y además, te voy a fastidiar por partida doble:
ni vas a ir a mi funeral, ni vas a tener ya paciente los jueves a las siete,
hala, ahí te quedas, bruja.
La doctora Freidemberg tardó varios segundos en
colgar el teléfono. Por el auricular se oía el pitido monótono de la línea.
Lo colocó sobre el aparato, buscó unas llaves en su bolsillo y abrió uno de
los cajones. Escogió una ficha, hizo unas anotaciones y la devolvió al cajón.
Una rejilla de luz ámbar rayaba el escritorio y las mangas de su delantal.
Afuera no cantaban los pájaros. La jarra de agua, casi vacía, proyectaba
distorsiones y reflejos tornasol.
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Este texto me ha gustado porque la historia parece una
“contradicción” porque el hombre que quería suicidarse debido a sus problemas cambia de opinión al
ver que los demás también tiene problemas peores pero de una forma un poco
contradictoria porque el empieza a faltar a la psicóloga para sentirse mejor,
superior.
Me llamó la atención porque al principio pensé que era de misterio
pero al final me acabó enganchando la historia en sí .
Me parece interesante el cambio de humor y pensamiento del
paciente porque empezó triste y calmado y acabo en cólera con la doctora como
si ella le hubiera hecho algo.
La piscina imposible
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Jueves 3 de abril, 16
horas de la tarde.
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Estamos
sentados en un banco de la plaza, admirando el verde joven de los árboles.
Hace sólo un par de semanas temía que esos árboles no fuesen a sonreír nunca.
Mi amigo Ramón, que está a mi lado, me confiesa que el regreso de la
primavera le pone siempre un poco triste.
-Yo creo -dice- que los
hombres no somos tan importantes como suponemos. Amanecemos un día en este
mundo, maduramos con mejor o peor fortuna y desaparecemos como aquel quien
dice al atardecer, antes incluso de que se hayan encendido las primeras
estrellas. Nos vamos al otro barrio sin dejar los deberes hechos y no
regresamos jamás. No se nos concede otra oportunidad. La primavera, sin
embargo, regresa cada año, aunque sea zarandeada por el cierzo y lo haga en
tiempos de guerra.
Hace un par de años le
abandonó una mujer a la que amaba locamente y a partir de entonces se
convirtió en un hombre pesimista, que ha perdido todas sus ilusiones y la
esperanza en un mundo mejor. Todos los esfuerzos que he hecho hasta hoy para
remontarle la moral han sido inútiles.
-Amigo Ramón -le digo-
a cincuenta kilómetros de donde estamos ahora, en el corazón del páramo,
estoy construyendo una casita con piscina para pasar los fines de semana. La
tendré lista a finales de esta primavera, así que, cuando llegue la canícula
quiero que la conozcas. Pasaras conmigo un fin de semana y hablaremos de todo
lo humano y todo lo divino. Verás lo bien que se duerme allí por las noches,
cuando se oculta el sol, se levanta la brisa y empieza a cantar el mochuelo.
Viernes 3 de agosto
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Llega, por fin, el día
de la excursión. Ayer noche se lo recordé por teléfono a Ramón, que la tenía
completamente olvidada.
Son ahora las diez de la mañana. Salimos de la gran
ciudad por la autopista B-27 y cuando hemos recorrido diez kilómetros
penetramos en el inmenso páramo por un camino sin asfaltar. No hay ni una
sola nube en el cielo y cae un sol implacable que funde las piedras.
Ramón me pide que pise
acelerador a fondo. No le gusta el paisaje. Quiere acabar este viaje cuanto
antes. Se levanta inesperadamente el cierzo (no es normal que sople en esta
época del año) y empiezan a rodar por la llanura una docena de arbustos. A
Ramón le parecen de mal presagio y frunce el ceño.
-No te preocupes, que
son inofensivas -ironizo-. En este país llamamos a esos matorrales
“capitanas”. No les importa que les cambiemos el sexo. Empujados por el
viento, esos arbustos sin raíz ruedan y ruedan con la esperanza de encontrar
un rincón donde volver a echar las raíces. ¿No te parece que algunos hombres
deberían tomar ejemplo?
Mi amigo no se da por
aludido y se pasa el pañuelo por la frente. Está sudando a mares. Me pide
permiso para bajar la temperatura del aire acondicionado. Fuera del coche el
desierto impone su ley. Debemos rondar los cuarenta grados. Una docena de
buitres vuelan en círculo sobre el cuerpo de algún zorro que debió de morir
de sed. A ese pobre bicho de nada le sirvió su astucia.
El todoterreno sigue
avanzando entre espesas nubes de polvo, cruzamos el cauce seco de un torrente
-hace seguramente años que no baja por aquí ni una gota de agua- y media hora
después nos detenemos frente a la casita que, en el último momento decidí
pintar de gris, para que se confundiese con el paisaje y nadie pudiese
distinguirla desde lejos.
No es un chalet para
presumir, lo reconozco, pero creo que con los años le cogeré afecto. Tiene
una sola planta, comedor, un recibidor minúsculo, tres habitaciones y la
piscina. Lo acabaron de construir hace ya un mes pero está es la primera vez
que lo visito
No encuentro la llave y
no me queda más remedio que abrir la puerta de una patada. Agotados por el
calor, nos sentamos en las sillitas de paja del recibidor.
-Agua -me pide Ramón,
desfallecido-.
-En esa tinaja del
rincón debe quedar un poco de la que puse la semana pasada. En esta casa no
hay luz eléctrica ni agua corriente. Supongo que esta misma tarde llegarán
dos acemileros que me acarrean el agua desde el pueblo más próximo.
-Vamos pues a
refrescarnos en la piscina. ¿Dónde está?
-En el solar que hay
detrás de la casa -le respondo-. Pero está vacía. Tengo, sin embargo, dos
tumbonas magníficas.
Ramón no puede
disimular un gesto de contrariedad.
-Te propongo que nos
pongamos el traje de baño y esperemos tumbados en las hamacas -le sugiero-.
Los del Servicio Meteorológico anuncian para este fin de semana un tormentón
de padre y muy señor mío que nos llenará la piscina hasta arriba.
-Creo que lo mejor será
que regresemos cuanto antes a la ciudad -murmura Ramón-.
-Aprende a esperar y a
tener paciencia -le contesto-. Desde que te dejó en la estacada aquella
fulana te has convertido en un amargado. Tienes que ser optimista y pensar
que la esperanza ya es una felicidad en si misma. Mira, ahora el cielo está
claro como el ojo de un pájaro, pero estoy seguro de que muy pronto se
llenará de nubes y caerá un chaparrón de padre y muy señor mío. Te prometo que
cuando empiece a llover la piscina se llenará en menos de lo que canta un
gallo. Puede incluso que tengas agua suficiente para ahogarte y despedirte de
esa vida que tanto te incomoda.
Y eso es lo que
hacemos. Esperar inútilmente que empiece a llover, pero las nubes no llegan,
la tormenta no se presenta y cuando el lunes por la mañana llega la hora de
regresar a la ciudad dejamos la piscina tan vacía como la encontramos el
sábado a nuestra llegada.
Este texto me gustó
porque hablan de dos amigo y uno es muy negativo (me recuerda a mi porque yo
soy mas bien negativa ) que se van al chalet del otro amigo que tenía piscina
pero estaba vacía al hacer tanto calor
y sol , entonces el amigo le dijo que se llenaría en seguida con una tormenta
que iba a venir y Ramón que era el amigo negativo le dijo que no . Al final
resultó ser lo que había dicho Ramón .
Y por eso me gusto porque
a veces no hay que ser tan positivo porque luego si no funciona te sientes
peor , en cambio al ser negativo si piensas en lo peor y te sale bien luego
te sientes mejor.
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Está perfecto, aunque el fondo hace que sea difícil de leer. A por otra tarea...
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