Sobre los muebles del
despacho caía la luz de costumbre. A medio abrir, la persiana de varillas
repartía las sombras como si fueran barajas. Junto a varios montones de
fichas de cartulina escrupulosamente alineadas, a un costado de la mesa, una
jarra de agua proyectaba distorsiones y reflejos. En el centro, la mano
pulcra y pálida de la doctora Freidemberg garabateaba en una ficha. El blanco
agudo del delantal hacía ajedrez con la butaca de cuero negro.
El timbre del
teléfono interrumpió la escritura.
¿Diga?
¡Doctora Freidemberg, doctora! ¿Sí,
dígame? ¡Doctora, esto se acaba! Perdone, ¿con quién hablo? ¡Soy yo:
Castillo! Ah, cómo le va, Castillo, qué desea. La llamo para anunciarle que
he decidido suicidarme. ¿Cómo, Castillo? Que pienso suicidarme en cuanto
cuelgue, la llamo porque había prometido avisarle si lo hacía y eso es lo que
estoy haciendo, no tengo gran cosa que decirle aparte de esto. Pero Castillo,
usted es consciente... Perfectamente, doctora, perfectamente. Vamos a ver,
Castillo, por qué no almuerza tranquilo, viene a mi consulta esta tarde y me
lo explica mejor, ya verá cómo podemos arreglarlo. Olvida usted que las
consultas son los jueves, doctora. Pero hombre, éste es un caso de fuerza
mayor, podemos trasladar la sesión del jueves a hoy. Al contrario, éste es un
caso extremadamente sencillo, se trataba sólo de agradecerle su comprensión
durante estos meses y de que supiera que voy a ahorcarme en la habitación de
mi hija, ha sido usted de gran ayuda para mí, doctora, no sabe la
tranquilidad que siento ahora que sé que debo morir. Escúcheme bien,
Castillo, ahora va usted a coger un taxi y se viene inmediatamente a mi
consulta, lo espero dentro de media hora, además, cómo se le ocurre que va a
ahorcarse en la habitación de su hija. Mi hija se marchó de casa hace dos
semanas, como bien sabe usted. ¡Caramba, ya lo sé, pero de todos modos le
parece a usted bonito que su hija sepa que se ha colgado en la misma
habitación donde ella ha dormido tantas veces, cómo cree usted que se
sentiría! En eso tiene razón, doctora, lo que ocurre es que en la habitación
de mi hija está la única lámpara propicia, yo no pretendo herirla a ella personalmente,
al contrario, le he dejado una carta extensísima en donde le explico todo con
detalle. ¿Ha escrito usted una carta? Sí, doctora, le aseguro que es lo
suficientemente efusiva como para que mi hija no se tome mi suicidio como
algo personal. Pero Castillo, ¿cuánto tiempo lleva meditando esta idea?
Pues... no podría responderle con exactitud, en realidad si uno lo piensa
bien llega a la conclusión de que lleva pensándolo más o menos toda la vida,
estas cosas no son instintivas, doctora, no intente convencerme porque no lo
hago por despecho sino por una cuestión de principios, ya hemos hablado de
eso muchas veces, no sé de qué se sorprende. ¡Pero en el último mes ni
siquiera habíamos mencionado el tema! Precisamente, doctora, ya lo tenía casi
decidido y no quedaba gran cosa que hablar de eso. Siempre quedan cosas por
hablar, se lo aseguro. ¿Sí, como qué por ejemplo? Pues como las infidelidades
de su mujer, hemos analizado más las culpas de su mujer que las suyas
propias. No necesito que me las recuerde, mis propias culpas las purgo yo
solito, doctora, ya ve usted que no me las arreglo mal para eso, ahí está la
cuerda, esperándome. ¿Pero no le asusta la muerte, Castillo? La muerte es
bella, doctora. ¿Y usted cómo lo sabe? Lo sé, lo sé, créame. No puedo creerle
porque usted y yo estamos vivos, afortunadamente. Es muy pobre estar vivo,
doctora. ¿Cómo dice? Que un cadáver es un cuerpo que ha conocido la vida,
pero en cambio nosotros no conocemos qué es estar muerto, por lo tanto nos
falta algo. ¡Es a ellos a quienes les falta, les falta la vida, Castillo, la
vida, que es lo que por ejemplo le permite a usted estar diciéndome
disparates por teléfono! Los muertos son más sabios. ¡La sabiduría es la
memoria, Castillo! Sí, pero la memoria más perfecta es la que dejan los
muertos. Mire, le propongo un trato: de ahora en adelante dedicaremos todas
las sesiones a discutir acerca de la idea de la muerte, invertiremos horas en
el análisis de libros, películas, experiencias propias y ajenas relacionadas
con la muerte; al cabo del tiempo, podremos decir que sabemos del morir tanto
o más que los muertos de la vida, y con una ventaja: nosotros estaremos aquí
para contarlo, y ellos no, ¿qué le parece?
Conteste, Castillo, qué le parece!
Está usted intentando convencerme, joder, siempre está intentando convencerme
de algo, estoy harto de que me haga creer que estoy equivocado. Es la vida
misma quien lo persuade. No, doctora, la vida me ha persuadido para que me
cuelgue, usted no lo entiende porque las cosas le marchan estupendamente,
claro, pero los miserables como yo no tenemos por qué sufrir la humillación
de levantarnos cada mañana evitando los espejos para no llorar de vergüenza
por los sueños que teníamos de jóvenes. Usted qué sabrá cuántos sueños he
tenido yo que resignar, Castillo. Pues no, no lo sé, la verdad, pero sí sé
que ahora está en su consulta remodelada y próspera, con la pared llena de
diplomas y con una vocación cumplida y un buen sueldo, ¡coño si tiene un buen
sueldo!, lo sabré yo si no les saca los cuartos a sus pacientes... ¡Castillo!
Claro, para usted debe ser reconfortante pasarse el día escuchando las penas
de los demás y luego llegar a casita y decir: ¡por fin en paz!, y salir a
cenar o a ver una película bien acompañada y después dar un paseo por el
centro pensando: ¡qué bonita está la noche...! Se equivoca, Castillo. Y luego
llegar a casita de nuevo y servirse la última copa, poner música... ¡Le digo
que está equivocado! Y después ir a su habitación, dejar que la desnuden...
Pero escúcheme... Follar hasta que amanezca como una perra desesperada...
¡Castillo, cómo se atreve!
La doctora Freidemberg encendió un
cigarrillo.
Doctora, le pido que me perdone por opinar de su vida sexual, me
encuentro algo alterado, pero reconozcamos que usted se conoce al dedillo la
mía, en fin, le pido disculpas, no quiero morir con mala conciencia.
Escúcheme bien: le agradezco que retire el comentario, pero ése no es el
punto, Castillo, debe usted reflexionar menos acerca de sí mismo y abrirse a
los demás, usted cree que conoce la vida y sólo se ha fijado en la suya, es
natural que se crea desgraciado porque nunca se le ha ocurrido pensar en los
problemas ajenos. Es que mis problemas son más graves que los ajenos,
doctora. Todos tenemos conflictos, Castillo. No me diga, ¿y qué problemas
graves puede tener una mujer como usted, por ejemplo? Pues mire, para
empezar, ya que tanta curiosidad tiene, le informo que estoy divorciada desde
hace siete años, y que desde entonces son muy pocas las veces que he tenido
la oportunidad de cenar a la luz de las velas, como usted dice. Yo no he
dicho eso, he dicho sólo tomar una copa y poner música, ¿lo ve?, al menos ha
tenido usted el privilegio de una noche romántica de vez en cuando, no tiene
derecho a quejarse... ¿Y qué me dice del privilegio de separarme otras dos
veces, y de perder un juicio por el reparto de bienes con mi ex marido, le
parece romántico? Yo sé muy bien lo que es separarse, doctora, y separarse
cornudo. Fíjese, yo en cambio no he tenido ese placer porque a mí me tocó más
bien el honor de dejar yo misma al hombre que me daba puñetazos. Cómo, ¿su
marido le pegaba? No, no mi marido: el otro tipo con el que cenaba a la luz
de las velas. ¡Carajo! Como ve, Castillo, tiene que aprender a pensar en los
demás. No sé, doctora, yo lo único que pienso ahora es que deberíamos
suicidarnos juntos. Yo jamás he pensado en quitarme la vida, Castillo. Allá
usted, a mí el mal de los demás no me consuela del mío. ¡Pero si sus males no
son para tanto, hombre, me los ha contado usted todos y conozco a infinidad
de pacientes en su situación e incluso en peores condiciones! Y qué, ¿le
resulta interesante comparar las desgracias ajenas? Desde un punto de vista
estrictamente profesional, sí. O sea, que cuanto más sufrimiento tengamos los
pacientes, mejor para usted. ¡No diga tonterías! Cuanta más miseria pasemos
los demás, más dinero y más experiencia acumulada para usted, a eso le llaman
chollo, ¿eh? Acabo de demostrarle que conozco perfectamente el dolor íntimo,
Castillo. Muy bien, pues entonces por qué no se analiza a sí misma y deja que
los demás nos colguemos en paz. Castillo, me están entrando ganas de desistir
y dejar que haga usted una locura... Oh, no me diga. Sí, sí le digo. ¡Pues no
le daré ese gusto, zorra! Haga el favor de no insultarme. ¡Me limito a
llamarte por tu nombre, puta del desengaño, bruja de la locura, cállate de
una vez! ¡Castillo! ¿Colgarme yo, para que el día de mi funeral tú pienses:
hicimos lo que profesionalmente se pudo, pero al fin y al cabo se lo tenía
merecido? ¡Pero cómo se le ocurre...! Pues de eso nada, no me cuelgo nada y
se acabó, qué te has creído; y además, te voy a fastidiar por partida doble:
ni vas a ir a mi funeral, ni vas a tener ya paciente los jueves a las siete,
hala, ahí te quedas, bruja.
La doctora Freidemberg tardó varios segundos en
colgar el teléfono. Por el auricular se oía el pitido monótono de la línea.
Lo colocó sobre el aparato, buscó unas llaves en su bolsillo y abrió uno de
los cajones. Escogió una ficha, hizo unas anotaciones y la devolvió al cajón.
Una rejilla de luz ámbar rayaba el escritorio y las mangas de su delantal.
Afuera no cantaban los pájaros. La jarra de agua, casi vacía, proyectaba
distorsiones y reflejos tornasol.
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